sábado, 22 de noviembre de 2014

Hubiese preferido ser cantante de hip-hop


San Juan de Pasto, capital del estado de Nariño (Colombia)





Cuando se opta por irrumpir en los sitios como elefante en cacharrería uno se atiene a cualquier devenir de los acontecimientos. Sin expectativas siempre, nunca, ninguna.

Por Paco Inclán

A Andrés Kaicedo, Fernando Cuadras y María Antonia León, por la hospitalidad editorial

A Eva Mañez, por rescatarlo del olvido

 

Había llegado hacía tres días a la ciudad de San Juan de Pasto, ubicada al sur de Colombia, a ochenta kilómetros de la frontera con Ecuador, en la intersección entre los Andes y la Amazonia. Sí, montañas muy verdes, bonitas panorámicas, taxis baratos y todo eso. A Pasto se le conoce como Ciudad Sorpresa porque, según me explicaron, después de un sinfín de curvas por la sinuosa carretera que atraviesa los Andes, el viajero no se espera que vaya a recabar en una urbe de trescientos mil habitantes. Pasto está lejos del resto de Colombia.

Aquí, en la capital del estado de Nariño, estableceré mi campamento base durante estos meses, mientras realizo el trabajo con radios comunitarias que me ha traído hasta la frontera colombo-ecuatoriana. De momento pernocto en un hotel, a la espera de poder alquilarme un cuarto en el centro de la ciudad. Leyendo un periódico local encuentro –entre disputas de tierras, amenazas volcánicas, conflictos aduaneros y felicitaciones de cumpleaños– con que hoy mismo empieza (¡oh, dios mío!) un encuentro de letras en la ciudad, un evento de carácter anual que incluye una feria del libro, presentaciones editoriales, recitales poéticos, conciertos y un ciclo de cine colombo-ecuatoriano. Me cago de la emoción. Por la tarde, acudo a la inauguración del Encuentro, en el hotel Agualongo, para proponerle a su directora organizar una presentación de Bostezo. Ella manifiesta su predisposición, aunque no me concreta fecha. Esa misma noche, ya de cervezas en un bar llamado Lagarto, Fernando Cuadras –llegado desde Medellín para presentar su revista Punto y Seguido– se ofrece a cederme un hueco durante la presentación de su publicación para que yo pueda hablar unos minutos de Bostezo. Será mañana jueves a las diez de la mañana. A veces pienso en por qué me empeño en alcanzar empresas que preferiría no lograr. Pero una vez en el berenjenal, ya no sé echarme para atrás. Influencias de un padre emprendedor.

En realidad será una presentación infructuosa –no hay nada que ganar, tampoco que perder– pues solo traigo conmigo un ejemplar de la revista (del número tres, dedicado a las fronteras mentales). El resto que traje a Colombia las dejé en una librería en Bogotá. Con ese único ejemplar me sobra para la comercialización de Bostezo en San Juan de Pasto. De noche en el hotel, decido no prepararme el discurso de presentación. Aprovechando que no vendrá nadie conocido (aunque me encantaría), podré regodearme en los chascarrillos, dimes y diretes de siempre. Un público nuevo, lejano, indiferente. Aunque, pensándolo bien, ¿quién vendrá un jueves por la mañana?


2.
La presentación está prevista en un aula del segundo piso de la Universidad de Nariño. A las diez solo estamos Fernando, el poeta Andrés Kaicedo, la editora María Antonia León y yo. Si tenemos en cuenta que ellos tres son invitados de la organización y que yo me he colado en la programación, público lo que se dice público no hay. Veinte minutos más tarde, entran tres señores mayores, preguntando –como si estuviéramos en Godella– si regalamos algo. Les doy unas chapitas que traigo de Bostezo. Se quedan. A las diez cuarenta y cinco, Fernando sale desesperado a los pasillos. «Voy a buscar al público», dice quijotesco. En la espera me involucro sin querer en una conversación heráldica con uno de los septuagenarios sobre el origen español de sus cuatro primeros apellidos. A los veinte minutos, Fernando regresa arrastrando tras de sí una hilera de niños, cual flautista de Medellín. Al parecer, ha encontrado un grupo escolar despistado por la feria y ha convencido a sus dos maestros, un hombre y una mujer, para que enjaulen a su alumnado en una presentación de revistas culturales, con el reclamo de que «hay un señor que ha venido de la vieja España». Ese será todo nuestro público: los tres señores, medio centenar de niños obligados y sus dos maestros. Un público nuevo, lejano, indiferente. Sin duda.

Empieza Fernando con la presentación de Punto y seguido. Todo entusiasmo el hombre, desenvuelto, sabe adaptar su discurso a la edad de los presentes, niños y niñas de unos doce años. Les propone un juego literario que anima el ambiente. Yo, menos hábil para estas lides, temo el momento de mi intervención (¿dónde estabas David?). Trato de rehacer mis notas, pero la maestra, sentada a mi izquierda, se empeña en darme conversación por lo bajini, a pesar de mis ostensibles muestras de que preferiría no escucharla. Me pregunta por poesía española y ella misma se responde. Me cuenta que le encanta Bécquer y que ella también es poeta (donde menos te lo esperas, surge uno). Mis gestos de incomodidad son cada vez más ostensibles, pero no parece importarle. Me susurra al oído un poema suyo, uno de esos que me reafirma que escribir buena poesía no debe ser asunto sencillo: «Fuiste la luz que alumbró la casa, cuando llegaste todo fue alegría, etc…»

—«¿Le ha gustado?», me pregunta.
—«(…)»

Me pide si le puedo mostrar algún ejemplar de la revista. «Solo me queda este», le digo mientras lo saco de mi mochila. Lo abre al azar para echarle un vistazo, con la casualidad de que sus ojos se detienen en el texto sobre arte corporal extremo de Montse de Mateo.

—«Aaargh, ¿esto qué es?», susurra con asco al sorprenderse con la imagen Cara cubierta de excrementos, de David Nebreda (si no la conocen, el título es bastante explícito).
—«Poesía», trato de bromear.
—«Eso es mierda», dice el niño sentado a su izquierda (da igual que estemos en la entrada de la Amazonia: los niños son siempre los que ven al emperador desnudo).
—«¿Y esto es lo quiere enseñar a los niños?», me reprocha indignada.
—«Bueno, yo tampoco sabía que la presentación iría dirigida a un público infantil», trato de justificarme.
—«Mejor guárdeselo».

En ese momento, Fernando Cuadras me invita al estrado. Antes de subir, escondo el Bostezo. Ni siquiera podré mostrarlo, con lo cual la presentación adquiere tintes más dantescos todavía. No es que aspirara a venderlo pero al menos sí poder enseñarlo. Mi compa de Medellín hace una cálida presentación de mi persona; tiene tanta labia que con dos apuntes biográficos que le di anoche es capaz de inventarse un glosario sobre mi vida y milagros. Recito el discurso bostezo como un autómata, son en esos momentos en los que hubiese preferido ser cantante de hip-hop. A los niños de la primera fila parece hacerles gracia mi acento (o quizás mi rostro desencajado); no paran de reírse en todo momento. Hablo cinco o veinte minutos, pierdo la noción del tiempo. Solo deseo que se acabe pronto. Les cuento algo que, en aquel ambiente, a nadie importa.

—«En cada número –explico– organizamos una mesa redonda donde invit…»
—«¡Bienvenido, bienvenido!», me interrumpe el maestro, que emerge bruscamente del fondo de su butaca, dispuesto a que la escena dé un giro de ciento ochenta grados. «Recibamos con un fuerte aplauso a este señor que nos visita de Valencia, España».

La sala estalla en un aplauso excesivo por parte de la chiquillada, con ganas de alterar el orden con tal de boicotear el anodino estado de las cosas. Su maestro les obliga a todos a levantarse para darme la bienvenida con un apretón de manos. Me abrumo. Espero que no suene el himno nacional español ni saquen la rojigualda. Recibo a los niños regiamente desde el estrado, como rey mago aturdido. Estoy confundido: no sé si mi presentación ya ha acabado o solo es un intermedio publicitario. Me pregunto de dónde saca la gente tanta afición al protocolo, qué parte de su ego satisfacen provocando situaciones innecesariamente solemnes. El maestro inicia entonces un soliloquio que parece haberse traído escrito de casa, como si ya intuyese que fuese a pasar esto. «Supongo que usted ya sabrá que aquí en Pasto celebramos a finales de año el carnaval de negros y blancos, una fiesta que ha sido declarada patrimonio universal de la humanidad y ustedes en Valencia el 19 de marzo celebran las Fallas, una hermosísima fiesta de la que me gustaría que les hablara a los alumnos, que justo estos días están realizando una tarea sobre otras fiestas del mundo».

—«¿De las Fallas?», digo abatido.
—«Sí, a los niños les gustaría conocer un poco más de su fiesta».
Me hago el ánimo. El destino me ha traído hasta la intersección de los Andes y la Amazonia para hablar de las Fallas. Trato de no meterme en terreno embarrado, me voy por lo histórico: «Una fiesta –explico– donde tradicionalmente se celebraba la llegada de la primavera, en la que gente sacaba a la calle sus trastos viejos para quemarlos, para olvidar lo viejo y recibir lo nuevo».
—«Algo parecido también se celebra en otros lugares, como el Kurdistán», añado. Siempre que me preguntan por las Fallas fuera de Valencia saco a colación el tema del Kurdistán, supongo que para desviar la atención.
—«¿Cómo se escribe Kurdistán?», me pregunta un niño. Se lo deletreo. Me fijo que todos los niños anotan en sus libretas mi explicación sobre las Fallas.
—«Señor –me dice el maestro–, yo formo parte de la organización del Carnaval de Pasto, quisiera hacerle llegar una invitación formal al excelentísimo alcalde de su ciudad...».
—«Alcaldesa», le corrijo.
—«¡Qué pena con usted!... a la excelentísima alcaldesa de su ciudad para poder hermanar la gloriosa fiesta de las Fallas con los Carnavales de Pasto. Tanto la alcaldesa como usted serían recibidos con los brazos abiertos. Aquí podrían venir a mostrar su fiesta, su folklore, sus bailes regionales, sus vestidos tradicionales».

La idea de Rita Barberá y yo vestidas de falleras sobre una carroza de carnaval en el sur de Colombia. Solo eso, pensar en eso, me salva la mañana.

—«Seguro que estaría encantada. Y yo también, por supuesto», digo diplomáticamente, reconvertido en embajador de la Junta Central Fallera para relaciones internacionales.
El público asistente rompe de nuevo en una atronadora ovación que llega a emocionarme. «Haga llegar este saludo fraternal a todos los valencianos», concluye el maestro. Y me funde en su abrazo.

Cuando acaba la charla, la maestra-poeta me habla de las dificultades sexuales de Hitler y Napoleón (sic); un señor me da su teléfono porque si tuviese pensado viajar a Popayán me acompaña (?); el maestro me pide el contacto de la alcaldesa (se empeña en vincularme con el gobierno valenciano), y dos niñas se acercan tímidamente para pedirme que me fotografíe con ellas. Me sale cara de artista malogrado.

En las presentaciones de Bostezo siempre ocurre algo nuevo. Menos mal que ya suponía que nada saldría como imaginaba. Sin expectativas siempre, nunca, ninguna.

PD: Rita, si lees esto, por fa, dime algo. Que esta gente parece que hablaba en serio. Javi, ves preparando piroletrero.

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