viernes, 23 de agosto de 2013

Valencia en datos... algunos

POR VÍCTOR SAMSA
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Las estadísticas tienen la ignominiosa función de siempre decir la verdad a medias. Es la eterna paradoja del vaso medio vacío o medio lleno. Ambas cosas podrían ser ciertas y falsas al mismo tiempo. Posiblemente el vaso esté a medio camino de todo. Se podría decir que la certitud de los datos, no dependerá sólo de cómo quieran mirarse, sino más bien de quién llene el vaso –o lo vacíe-. Citar una fuente u otra requiere de cierta inmoralidad estadística. Cuando se inició la andadura de referenciar a Valencia en datos, se pretendía mostrar con esta idea aquellos datos, oficiales o no, que acarrean el devenir numérico de 5.009.931 personas –arriba o abajo, según pasan las horas- que cohabitan en un territorio con más nombres que cifras oficiales.

La ruina y el éxito


POR RAÚL MINCHINELA
www.minchinela.com
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Los arquitectos románticos del siglo XVIII incorporaron a sus construcciones un aderezo innovador: falsas ruinas. Junto a los castillos de los nobles, adornando el paisaje, colocaban unas columnas griegas semiderruidas, o unas paredes de abadía a medio desmorone. Vestigios fabricados, restos monumentales de lo que no sucedió nunca. Lo que buscaban esas construcciones era engranar la estirpe con la historia, que era un descubrimiento reciente. Hasta la ruptura de Galileo, la Biblia era el documento histórico que prevalecía: el tiempo era estable, la realidad era inmutable y el hombre estaba en el centro de todas las cosas. Con el enciclopedismo, se invalidó su supremacía, y se abrió un espacio para las civilizaciones que no se incluían en el libro sagrado. "Una característica inconfundible de la Ilustración, dice Hans Blumenberg, ha sido el empeño en dar más tiempo al pasado". Las ruinas falsas maquillaban los territorios que no tenían civilizaciones pasadas, colocaban un abolengo a golpe de estructura.


Cuando comer es un lugar



POR MARIVÍ MARTÍN
La Cuina Furtiva / Desayuno con Viandantes
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Durante un par de años unos amigos míos vivieron en la calle de Raga de Valencia, un callejón de apenas dos metros de ancho que se perdió en los recodos de algún plan urbanístico y ha mantenido su trazado medieval hasta hoy. Las ramas de uno de los ficus centenarios del antiguo Huerto de Raga caen sobre este callejón, y a su sombra vivían mis amigos, en una planta baja. Me gustaba visitarles al mediodía porque comer con ellos era comer en la calle: sacar a la puerta de casa la mesita y las sillas, el perol de arroz, los vasos con vino, el trozo de pan y el melón.