viernes, 23 de agosto de 2013

Cuando comer es un lugar



POR MARIVÍ MARTÍN
La Cuina Furtiva / Desayuno con Viandantes
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Durante un par de años unos amigos míos vivieron en la calle de Raga de Valencia, un callejón de apenas dos metros de ancho que se perdió en los recodos de algún plan urbanístico y ha mantenido su trazado medieval hasta hoy. Las ramas de uno de los ficus centenarios del antiguo Huerto de Raga caen sobre este callejón, y a su sombra vivían mis amigos, en una planta baja. Me gustaba visitarles al mediodía porque comer con ellos era comer en la calle: sacar a la puerta de casa la mesita y las sillas, el perol de arroz, los vasos con vino, el trozo de pan y el melón.


Salíamos a comer a la calle porque la vivienda tenía apenas treinta metros cuadrados y literalmente no cabíamos, pero sobre todo porque la calle de Raga es tan estrecha que los vehículos a motor no pueden circular porque no caben, de modo que era posible improvisar el comedor en la calle y exponer así, con total naturalidad ante la mirada de cualquiera, un ritual que, a diferencia de la terraza de un bar, seguía siendo doméstico.


He repetido muchas veces más este gesto emulsionante entre lo público y lo privado junto al colectivo Desayuno con Viandantes: un sábado de cada mes, en diferentes espacios públicos de Valencia, convocamos un desayuno multitudinario para compartir la comida que cada cual cocina. Se reivindica así el uso de la ciudad como lugar común, no sólo público, o más allá de lo público, lo que hay de procomún en esta ciudad. Las viandas se acumulan en las mesas plegables, colocadas sobre suelo de todos como mobiliario efímero a la vez que nosotros, comensales, construimos con nuestra presencia un paisaje urbano que durante ese tiempo es otro, porque se usa de un modo específico y distinto, se completa y se transforma.


También he vivido un comedor en un solar, el de la calle Corona, un trozo de ciudad al aire libre gestionado por diversos colectivos y vecinos para usarlo como espacio de convivencia y, por supuesto, una de las actividades más habituales de cuantas se realizan es comer. Unas veces la gente lleva su comida y otras alguien cocina para los demás. Yo misma he preparado allí varios ágapes de los que recuerdo especialmente una parrillada de carne y verduras a partir de una magnífica hoguera sobre la tierra. Nunca antes había cocinado sobre la tierra en esta ciudad, aunque en otra ocasión participé de una parrillada a la puerta del local de la asociación La Minúscula con motivo de la clausura de un taller sobre arte y política, en la noche del 19 de noviembre de 2011, justo la jornada de reflexión previa a las elecciones generales: se usó una barbacoa doméstica para cocinar al carbón unos embutidos jugando con el lema del 15M "no hay pan pa' tanto chorizo".


Mucha gente come en la calle. Para el término street food, Google ofrece más de novecientos millones de referencias, y según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), más de dos mil quinientos millones de personas comen en la calle cada día en todo el mundo. Esta cifra abarca desde los food trucks de Nueva York hasta los carritos peruanos de salchipapas o las bicicletas que reparten pakora en Nueva Delhi o, concretando en Valencia, los carritos de horchata que afloran durante el verano o los puestos de buñuelos falleros que impregnan el aire de olor a masa frita. Pero esta forma de comer en la calle no es más que una reproducción rápida y barata del restaurante: unas veces por falta de tiempo para volver a casa a cocinar entre dos franjas laborales o de estudios, otras veces por el trasiego turístico, otras por la curiosidad o por la pereza, la comida se compra en una cocina portátil y todo el proceso se enmarca en el flujo de las transacciones comerciales.


Sin embargo, los arroces en la planta baja de la calle de Raga o los Desayunos con Viandantes, o las barbacoas del Solar Corona, son formas de comer en el espacio público que escapan al mundo de los negocios: son actos de empoderamiento, acciones con conciencia política, verdaderos medios de comunicación. Lo son incluso los pequeños actos privados y a menudo inconscientes, como los niños que dan bocados al pan con queso entre vueltas de columpio, o los cultivadores de huertos urbanos que meriendan un tomate mientras observan el nivel de humedad de la tierra, o los recolectores de lo silvestre que cosechan naranjas amargas de cualquiera de los diez mil árboles que habitan en los alcorques de Valencia para hacer mermelada.


Dispositivos, todos ellos, que al incidir sobre la cuestión de qué comemos y dónde comemos afectan a la estructura de nuestro sistema alimentario desde las micropolíticas de los pequeños colectivos. Y siendo que la industria alimentaria 'inventa' diecisiete mil productos alimenticios al año, al tiempo que novecientos cincuenta millones de personas sufren de hambre, no está de más reflexionar sobre qué ponemos en el carrito cuando vamos a la compra y dónde, cómo y por qué nos zampamos después esos manjares. Comer también es política, y más cuando en el acto de comer interviene el lugar.

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