POR FRANCESC BAYARRI
Toda
mi contribución a la caída del franquismo se reduce a la estaca que un facha
partió en mi cabeza durante las Fallas de Valencia de 1978. Y a una
identificación policial (que no apresamiento) tras asistir a una manifestación
(ilegal, eso sí) por las mismas fechas. Magras credenciales para la
posterioridad. Lo único que puedo alegar en el turno de defensa es mi corta
edad (la de aquellos tiempos, se entiende). A la muerte del tiranosaurio, yo
apenas contaba catorce años. Es decir, que cuando Franco mataba mucho, yo no
existía. Y cuando sólo mataba a salto de mata, yo estaba tomando la primera
comunión (“espero que fuera también la última”, me reprochó un día, hablando de
estas cosas, el legendario periodista Vicent Ventura). Por todo ello, durante
una etapa de mi primera juventud lamenté no haber nacido cuatro o cinco años
antes. Porque con esa mínima anticipación, una olimpíada sin más, yo también
hubiese podido contar hazañas antifranquistas llenas de heroísmo. Y haber
participado en las largas asambleas perfumadas de marihuana (aunque nunca he
soportado el humo, me habría sacrificado por la causa de la libertad). Hazañas
que oí repetir hasta la extenuación de labios de un nutrido grupo de
universitarios izquierdistas sólo una olimpíada menos jóvenes.