Inés Plasencia
El
archivo es, para quien lo consulta y así, generalizando, una sensación; una
sensación particular de enormidad a la que últimamente me refiero como “mi
mastodonte”. Los archivos son un lugar que supera a la propia capacidad de
imaginar, un lugar en el que uno finalmente se cerciora de que de todo hemos
ido dejando pruebas, ante las cuales, a menudo, yo me pregunto si no son tal
vez demasiadas. Todavía me ocurre que salgo de los archivos (a
los que acudo en busca de fotografías de Guinea Ecuatorial anteriores a 1950) con la sensación de saber menos
que al entrar y con una libreta llena de frases inconclusas y de pistas que se
pierden entre tantas imágenes. Pero no, las pruebas no pueden nunca ser
demasiadas. Es sólo que entre ellas falta algo: esa famosa brecha sobre la que
sentarse a trabajar.
Mis
“Memorias de Archivo” comienzan hace casi dos años. En plena deriva fotográfica,
dándole vueltas en realidad a otro asunto, me encontré como casi siempre por
casualidad con las postales realizadas en Guinea Ecuatorial en la época
colonial, y ése sería finalmente el tema de investigación al que dedicaría ese
año y del que surgió el de mi tesis doctoral, que es lo que me tiene encerrada
en archivos a día de hoy y que amplía las imágenes de la antigua colonia
española a otros géneros y soportes. Imagino que esas imágenes no me
abandonarán jamás, así que no tengo intención de abandonarlas yo a ellas, a
modo de agradecimiento y de deuda. Cuando empecé a ver esas postales lo hice en
una web que ha crecido gracias a las aportaciones de coleccionistas y gente que
tenía postales de Guinea. En materia de postales es el archivo más grande que
he encontrado hasta la fecha y recomiendo encarecidamente visitarlo; supuso
para mí la más importante fuente de imágenes durante la investigación. Y aunque
estas Memorias de Archivo estarán dedicadas a los mastodontes, quería empezar
rindiendo homenaje a estas postales y al lugar en el que es más fácil
encontrarlas.
El
problema de las postales a la hora de buscarlas en los archivos, digamos,
tradicionales es que, si las hay, con frecuencia no están diferenciadas de otro
tipo de fotografías pero, sobre todo, que la cantidad de postales que
circulaban en la época es en ellos muy reducido. Eso por no hablar de las
peleas para que te dejen sacarlas del álbum para ver el dorso. En la Sala Goya
de la Biblioteca Nacional te pillan siempre, y bastante tiene una con esconder
el bolígrafo. Así que para que el asunto de las postales fuera tangible en
grandes cantidades había que cruzar la calle, ir al reino de los archivos de
postales. Los archivos lucrativos de postales (más adelante hablaremos de que
otros también lo son pero encima disimulan), el mejor lugar para ello, esa
mezcla de Oficina de Protección del Patrimonio y tienda: los anticuarios.
Y
así fue como caí en el infierno de las antigüedades. Lo que empieza con una
visita, y lo digo en serio, puede terminar en la conciencia de que en efecto
hay otros mundos pero están en éste, y no porque estos mundos sean
extremadamente extraños, sino porque tienen reglas y dinámicas propias a las
que hay que hacerse un poco si se quiere aprovechar lo que ofrecen. Por
ejemplo, mi primer error fue creer que los anticuarios únicamente quieren
vender. Los anticuarios son unos apasionados de la creación de archivos de
objetos cotidianos que disfrutan enseñando lo que tienen, aunque adelanto que
con el tiempo algunos me decepcionarían. Los objetos cotidianos, además, no son
objeto de archivo, valga la redundancia, pero sí son objeto de estudio, de disfrute
y de coleccionismo.
El
primer anticuario al que fui tiene una noria en miniatura y con luces en el
escaparate, y en realidad creo que es una familia, aunque no podría asegurarlo.
La primera vez que fui me atendió una mujer. Llamé al timbre y entré en un
espacio que, si bien no era pequeño, con tantas cajas y trastos y cosas por
todas partes parecía minúsculo. Vi dos pupitres, uno de ellos ocupado por un
señor que miraba con mucha atención un buen montón de postales sacados de una
caja y tres jóvenes turistas con pinta de estadounidenses preguntando como
podían por unos juguetitos de latón o algo así. Cuando entré, no me preguntó
nada; lo más habitual debe de ser gente que entra a mirar.
-Estoy
haciendo un trabajo sobre postales de Guinea Ecuatorial en la época colonial,
hasta 1930, concretamente. ¿Tenéis algo? –le pregunté.
Algo. Resultó ser una caja de zapatos en
la que había escrito “Ex colonias”. Eso son muchas postales, aunque la caja
desluzca. Pero ahí estaban: escritas, muchas fechadas, muchas sin usar, sudores
fríos, un montón de imágenes para mirar, adolescentes estadounidenses dando
vueltas y yo que me sentía como si hubiese entrado a robar.
-Hay
otra caja –me dijo-, pero de momento te saco ésta a ver si hay algo que te
interese.
Pequeña
introducción al tema: las postales dicen muchas cosas, aunque la Historia del
Arte las ignore. Las postales, además, causaban un auténtico furor a principios
de siglo. España no se quedó atrás y Guinea tampoco, lo que ocurre es que las
de determinados lugares, y en particular las de colonias, son sorprendentes.
Toda postal celebra las bellezas de un lugar, cuanto más tópicas y nostálgicas
mejor, pero es que en el caso de las postales de colonias se celebra además que
esas bellezas son “nuestras”, lo cual genera una imaginería que se convierte
rápidamente en imaginario y que abarca desde plantaciones hasta edificios
gubernamentales, pasando por tardes veraniegas al sol y decenas de indígenas a
disposición de las necesidades del colono. Un imaginario que
re-contextualizándolo no es tan diferente en las postales actuales, por cierto,
y que terminaba por justificar y difundir la “empresa colonizadora”. Las
postales fragmentaban el mundo, pero es que al mismo tiempo esos fragmentos se
repartían entre un puñado de países. En esta primera visita a un anticuario vi
que muchas de estas postales fueron editadas con motivo de la Exposición
Iberoamericana de Sevilla de 1929, que contaba con un Pabellón Colonial
dedicado a Guinea, lo cual fue una pista clave para continuar. Cientos de
postales fueron editadas y repartidas para la ocasión entre los visitantes, que
podían ver una reconstrucción de una “típica vivienda guineana” que no era otra
cosa que una especie de “choza” de cartón piedra. Un grupo de guineanos, además,
había sido expresamente llevado para la ocasión. Muchas de estas postales,
por cierto, eran fotografías de Julio Arija que posteriormente ilustrarían su libro “La
Guinea Española y sus riquezas”, publicado en 1930. Dos de las postales que ilustran este texto, en concreto la que tiene el sello en el anverso y la última, pertenecen a las postales de la Exposición Iberoamericana.
Este
primer archivo anticuario resultó ser el más grande en cuanto a postales de
Guinea que encontré en Madrid. Para quien le interese, los precios oscilan
entre seis y treinta euros por postal. Eso terminó de epatarme pero no tuve que
disimular: al fin y al cabo, siempre supieron que sólo iba a mirar.
Sin
embargo, pocos días después de aquello ocurrió algo: una feria nacional de
anticuarios del papel que se celebró en un hotel de la Plaza Colón, además. Lo
recalco porque ir a la Biblioteca Nacional a leer sobre colonialismo español y
ver siempre al salir esa estatua de Cristóbal Colón me causó no pocos traumas
en aquella época. Pero ya sabemos que las estatuas sólo dan problemas. El caso
es que fue en esa feria que todo se convirtió en un poco turbio; pude comprobar
que las postales se ordenan por orden alfabético y que las de Guinea iban
después de las de Gandía en algunos puestos y de las de Gijón en otros. Aquello era lo
contrario a todos los archivos que visité después: gritos y regateos,
básicamente. Te doy doce aunque me has pedido veinte, te la dejo en quince. Yo
sólo iba a mirar. Era todo gente muy mayor, coleccionistas apasionados, y yo
sólo iba a mirar con una libreta y un bolígrafo. Los anticuarios seguían siendo
discretos; saben perfectamente quién va a mirar y quién a comprar. Eran mesas pegadas
una a otras, postales que casi ni podías sacar de su sitio, carteles de cine de
la República y del Franquismo en las paredes y olor a hotel. Mucha gente
mirando postales y reviviendo aquel furor finisecular. Mismos precios. Si están
escritos sube porque la memoria se paga y porque demuestra que esa postal
circuló. Qué iba a hacer yo con todo aquello, si no podía comprarme ni una. También
vendían facturas antiguas de luz y agua con el sello del aguilucho. Cómo ha
cambiado Gandía.
Me
decidí a volver a aquel primer anticuario, al que antes visité si mal no recuerdo
una vez más, y pedirle que me dejaran reproducir algunas postales a cambio de
mencionarlo y agradecérselo. Les juré que yo iba a ser con el tiempo una
experta en postales. Qué inocente fui. No obstante, he de decir que más
adelante me daría cuenta de que esto no es exclusivo de los anticuarios, ni
mucho menos, pero a eso ya llegaremos. Lo que ocurrió es que me dijeron que
tenía que comprarlas, pero que luego podría volver a vendérselas, más baratas,
eso sí. Eso supondría unos doscientos o trescientos euros, algo incompatible
con mi talento para que me nieguen todas las becas que existen. Me dijeron algo
sobre los derechos de autor que no me creí. Me fui sin ellas y sigo sin
mencionarles. La otra parte de mi inocencia fue que los expertos en postales
son ellos.
Mucho
tiempo después pasé por delante de un anticuario al que nunca había entrado
porque todo en los escaparates me parecía muy precioso y modernista y di por
hecho que no habría postales de Guinea. Pero entré y pregunté. Si decir que un
anticuario tiene el síndrome de Diógenes es una tautología, lo de éste superaba
cualquier relación lingüística.
-¿Tiene
postales de Guinea Ecuatorial? –pregunté.
-Alguna
hay –me respondió aquel hombre amable y distante, tranquilo y apasionado que se
encontraba a mi llegada leyendo algo de un periódico antiguo, y se metió en la
trastienda.
Salió
con cuatro postales. Me las dio como si aquello no le importara mucho. Tres
eran paisajes no muy bonitos; la tercera era una de las postales de la
Exposición Iberoamericana de Sevilla en cuyo dorso había escrito a lápiz un
cuatro. Una fotografía verdosa, de la entrada de una casa, con una mujer y tres
niños en la entrada, todos mirando, como siempre, fijamente a la cámara, esa cámara
colonial.
-¿Esto
es el precio?
Me
dijo que sí y le pagué. La única postal de Guinea Ecuatorial que tengo, todavía
hoy. Pero no pude soportar mi duda.
-La
tiene muy barata –le dije, no tanto pensando en que debería ser más cara sino
aún sorprendida.
-¿Cuánto
vale según usted? –me preguntó.
-Absolutamente
nada.
-Pues
eso –respondió.
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