miércoles, 1 de agosto de 2012

Vasectomía express

POR KIKO AMAT

Condenada sanidad. Te hacen esperar para lo que no puede esperar, y te citan mañana para lo carente de urgencia.
–¿Le va bien volver el miércoles? –me dijo el matasanos.
Era el día 16 de marzo, viernes. Acababa de realizar mi primera consulta sobre vasectomía. Dos minutos antes ni siquiera conocía los detalles quirúrgicos. Sabía que le cortaban a uno un conducto (peligrosamente cerca de la zona cero testicular), y que el procedimiento se realizaba con una cierta delicadeza; no le aplicaban a uno la sandwichera y que pase el siguiente.
Todo lo que sabía me lo había contado un colega de mi esposa. Un colega muy optimista: del modo en que lo contaba, parecía como si pasar por una vasectomía fuese casi mejor que yacer con muller. Lo mejor que podía pasarle a uno en esta vida. Me lo vendió tan bien, que me la hubiese hecho aunque no tuviese hijos. Me la hubiese hecho a los dieciséis. El maricón era persuasivo.
El resultado de sus excelentes dotes de publicista, en todo caso, fue que me planté en la consulta sin haber reflexionado lo suficiente. Se lo había comentado la noche anterior a mi mujer, y juntos razonamos que ya teníamos dos hijos y un ecosistema familiar paradisíaco, y temíamos que un tercer monstruo lo pusiera todo patas arriba. Así que a la mañana siguiente me planté ante el señor de la bata blanca como el que va a rellenar un simple formulario de apertura de cuenta corriente. Tan pancho.
–¿Miércoles? ¿Para otra consulta? –contesté con una pregunta, cosa que no hay que hacer nunca, según dicen.
- No. Para la intervención.
- ¿Un miércoles de abril?
- No. Este miércoles. 20 de marzo. Le llamarán para confirmar la hora.
¡Tu puta madre!
No le dije “tu puta madre”. Él no tenía la culpa de la eficiencia descabellada que, a pesar de los recortes antisociales de la Generalitat, estaba demostrando la sanidad catalana. Le dije que sin duda, y empecé a maquinar cómo escabullirme de este desaguisado criminal.
Buscando pegas, le pregunté que cuánto duraba la operación. Me contestó que veinte minutos, máximo. Pim pam. Le pregunté que cuándo podría volver a practicar el sexo. Me dijo que tenía que pasar por un periodo de drenaje (él no dijo drenaje), para que mi organismo fuese eliminando los espermatozoides que ya se habían fabricado y envasado (no lo dijo con estas palabras).
–Tendrás que masturbarte lo normal, mil o mil quinientas veces –añadió– y después de dos años o así ya podrás practicar el sexo sin temor.
Me lo quedé mirando. Hice rotar los ojos a ambos lados de forma sincopada, como el que dice “cómo dice”.
–Es broma –sonrió–. Son solo dos meses. Treinta eyaculaciones o así.
–Ah, ja-ja –le dije, abatido de repente, mientras veía cómo se desvanecían mis últimas esperanzas de realizar una espantada.
–¿Le va bien a las 18:15? –dijo la señora de la clínica, llamando a la mañana siguiente a primerísima hora.
–No puedo ir –le mentí–. Mi hijo tiene gastroenteritis y me la ha pegado.
–Esto no puede cancelarse. Ya tiene hora en el quirófano.
No sonaba muy simpática. Estoy seguro de que en la clínica todos la odiaban, porque era el tipo de persona que va dejando notas con palabras subrayadas en la nevera de personal: “Os recuerdo que los yogures son míos. Gracias. Mercedes”.
- ¿Ya tengo hora en el quirófano? –le grité al auricular–. ¡Pero si fui ayer! ¿Qué clase de conspiración es esta? ¿Por qué de repente está todo el mundo tan interesado en esterilizarme?
Finalicé mi conversación con Mercedes dejando claro que ni lo soñara. Que no estaba preparado. Que aquel era un paso muy grande para precipitarse así.
Antes de que pudiese darme cuenta de la aceleración que estaba tomando el asunto ya era miércoles y yo yacía en la mesa del quirófano, y un hombre enmascarado me rasuraba las pelotas con abandono, como el que rasca las cuerdas de un laúd a la orilla de un río.
–Ya ha pasado lo peor de la operación –me mintió, el muy ruin, después de clavarme varias agujas hipodérmicas en la bolsa escrotal y enviarme a lo verdaderamente peor de la operación.
Y entonces me cortaron. Me cortaron de mala manera unos miserables con acento mexicano que no dejaban de hablar en ningún momento de la posible homosexualidad de uno de ellos. De cháchara, mientras terminaban con mi fertilidad con la desgana mundana y la eficacia repugnante, burocrática y banal de un doctor Mengele.
Nadie consultó mi parecer hasta que una chica, asumo que la experta en sadismo del gang, me arrancó una larga tira de esparadrapo de la pierna, llevándose con ella una impresionante esterilla de vello. Allí sí que no les quedó más remedio que reparar en mí, porque pegué un potente alarido.
–¡La puta de oros! – añadí, esta vez en voz alta.
Tras disculparse, mis verdugos continuaron anudándome el cordón espermático como si nada, mientras se reanudaba el fascinante debate sobre la inclinación sexual del más tonto de ellos, allí presente. Empezó a oler a carne quemada. Todo me hacía pensar en Treblinka II.
Regresé a casa andando con cierta dificultad. Habían afianzado mis huevos con un sujetador escrotal –ni pregunten– relleno de algodón médico. Demasiado relleno, en mi humilde opinión. Anduve durante cuarenta minutos, del hospital de Sant Pau al passeig Sant Joan, desplazándome por la ciudad como Lucky Luke con ladillas.
En casa me esperaba mi suegra, que se había quedado cuidando de mis hijos. Mi suegra reparó en mi paquete sobredimensionado, y los ojos se le engrandecieron mientras intentaba sin éxito seguir contándome lo que habían cenado los niños. Me puse de perfil, y era peor. Me senté con las piernas ladeadas, y seguía emergiendo de mi entrepierna aquella prótesis algodonada y colosal. Mi suegra negaba con la cabeza, como niegan los que se sienten incapaces de aceptar el horror.
A la mañana siguiente me deshice del algodón y, pellizcando cuidadosamente el pene con dos dedos, lo deposité a un lado y me dispuse a escudriñar lo que me habían hecho.
¡Oh!
Digámoslo así: si llego a saber que esto era lo que realmente implicaba la vasectomía, jamás me la hubiese hecho. O hubiesen tenido que ponerme antes fuera de combate con algún potente tranquilizante para paquidermos.
Habían abierto mi pito. Lo habían abierto por la base como una cervela a la parrilla y, tras subyugar mi capacidad reproductora, lo habían cerrado con un lacito.
Parecía un regalo. El peor regalo que podían haberme hecho.
Pero no teman: no romperé la cadena de la conspiración. La vasectomía no es nada, es lo mejor que puede pasarles, es un pim pam, ni van a enterarse, en realidad no te segmentan el pito, es entrar y salir, lo peor de la operación es la anestesia. Y toda esa basura.

Kiko Amat es escritor. www.kikoamat.com

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