martes, 1 de marzo de 2011

Un mundo sin colas, ¿es posible?

POR PACO INCLÁN


Si entro en un banco y veo más de dos personas en la cola, me marcho; hace tiempo que dejé de asistir a conciertos, por las largas -o cortas, el tamaño no importa- que se montaban en la entrada; si en los lavabos de un bar veo que hay cola, salgo a mear a la calle.

Las colas me provocan desazón existencial. También su versión motorizada: los atascos. Un hastío insufrible, un aburrimiento no-deseado (me encanta el aburrimiento, lo asocio a la libertad cuando puedo decidir cómo, dónde y cuánto aburrirme). En las colas nunca ocurre nada digno de mención. Una vez rechazado –por excesivamente hollywodiense- que uno pueda encontrar su media naranja mientras guarda cola, hay que agarrarse a entretenimientos mucho menos excitantes: hacer carantoñas al bebé que tienes delante, aprenderse de memoria el código de barras de una caja de galletas o escuchar la discusión de la pareja que tienes detrás. Pero, en la mayoría de ocasiones, ni siquiera eso.



Por principios, desconfío de un sistema de organización social que basa en las colas su idea de orden. Es decir, de este sistema. No sé en qué momento el ser humano se vio obligado a formar colas (no he encontrado estudios sociológicos o históricos al respecto). Sí que hallé una estadística (hay estadísticas para todo) que afirma que cada estadounidense pasa media hora diaria haciendo cola. Me pregunto si perdemos más tiempo formados en colas o buscando aparcamiento. Lo que está claro es que hacemos cola para todo: para comprar en el supermercado, para ingresar en el banco, para renovar el DNI, para salir al patio, para que te den trabajo, para que te den el paro, para el casting del Gran Hermano, para embarcar en un aeropuerto, para comprarse una hamburguesa, para pagar un libro, para ser confesado, para entrar en un concierto, para salir de un concierto, para que te den un trago… Recuerdo con especial estupor las colas que se montaban en la Escuela Oficial de Idiomas de Valencia para inscribirse en un curso de idiomas. La cola comenzaba a formarse a las tres de la madrugada (las matriculaciones comenzaban a las 9.00); el que llegaba a partir de las 5.30 solo tenía esperanza de matricularse en árabe, portugués o chino. Otras colas que sufrí en mis propias carnes fueron las del metro de la Ciudad de México, donde se calcula que cada día se realizan siete millones de trayectos en el tren sub-urbano. Podrán imaginarse las colas que se forman para comprar el billete. Creo que fue allí donde enfermé de colafobia.

El advenimiento de las nuevas tecnologías hacía pensar que ayudarían a deshacer las colas, pero no ha sido así. Siguen existiendo. Y esto me lleva a reflexionar sobre qué tipo de sociedad hemos creado para que las colas forman parte de nuestro paisaje urbano. Quería compartir con ustedes algunas de ellas:

- Con el tiempo he llegado a pensar que hay mucha gente a la que le encanta hacer cola. Piensen en un político que en su lista de promesas incluyera la abolición de las colas. Se activarían los mecanismos de control mental de la población, a través de una campaña de desprestigio mediático (alentada por los poderes fácticos). El político anti-colas sería acusado de demagogo e impopulista, igual que si prometiese acabar con el trabajo. Hemos llegado a tal absurdo que rechazamos todo aquello que nos proporcionaría una vida más placentera. Colas (formadas por hordas de potenciales consumidores) y trabajo (mano de obra barata) son los pilares del sistema imperante y su cuestionamiento provocaría zarpullidos en las clases dominantes.

- ¿Y a qué razones que desconozco obedecerá esta afición por las colas en algunos miembros de la especie humana? ¿Guardan en su retina la imagen de exaltadas adolescentes tiradas en el suelo desde las 11 de la madrugada esperando el momento de entrar en un concierto del pop-star de turno que comienza a las 9 de la noche del día siguiente? ¿O la de los cientos de malogrados artistas que derrochan tiempo para participar en el casting de Operación Triunfo? Puede ser por esa necesidad de sentirse parte de un grupo, de compartir un sueño colectivo o quizás por eso de que Vicente va donde va la gente. Las colas obedecen a esa necesidad de pertenecer a un alienado rebaño de 'vicentes' en el que sentirnos identificados en los anhelos y emociones de nuestros iguales. No me hagan caso, ya les dije al principio que yo soy el enfermo. No ellos.

- Las colas también son un claro reflejo de la unificación de nuestros hábitos y estilos de vida. Vivimos la sociedad de las ‘horas puntas’ y ‘operaciones salida’ y, salvo cierta aristocracia -poetas, realezas y otra minoria des(pre)ocupada-, la mayoría de los mortales adecuamos nuestro reloj biológico a nuestras obligaciones sociales. Por lo general, hacemos las mismas cosas al mismo tiempo (con el embotellamiento humano que supone en parquins, ascensores, mcdonald´s y centros comerciales). La homogenización de nuestras rutinas diarias nos impide comer cuando tenemos hambre, trabajar cuando tenemos ganas y dormir cuando nos entra el sueño.

- Vivimos bajo el síndrome del “yo también estuve allí”. Solo así se entiende que haya gente que pase 23 horas en una cola para ver dos segundos el cadáver maquillado de un Papa; plantemos nuestra tienda de campaña para sacar la entrada de un concierto o un partido, o pasemos cuatro horas bajo el inclemente sol en una explanada atestadas de autobuses para poder visitar el mausoleo que alberga el supuesto osario del Ché Guevara o los campos de concentración de Auschtwitz (donde los turistas, amenazados por malhumorados vigilantes de seguridad, pasean en estricta fila india por sus instalaciones, atestadas de clientes de diferentes tour-days, evocando por momentos a los paseos de los propios deportados sesenta años antes). Necesidades secundarias con las que aspiramos recubrir nuestras existencias –por lo general tediosas- de efímeros momentos excitantes. Aspiramos a ser protagonistas de la Historia (aunque el protagonismo compartido con otras miles de personas nos aboca al papel de anónimos extras insignificantes). “Pero, oiga, que yo también estuve allí, mire, tengo fotos”. Aspiramos a cierta originalidad, aunque esta sea una copia exacta de la originalidad de otros (¿cuántos amigos les habían prometido que su boda sería diferente y, a final de cuentas, resultó el mismo bodrio que las otras?).

- La formación de colas tiene una especial incidencia en la clonación de nuestros hábitos de consumo. Si usted, en la medida de lo posible, quiere evitar su participación en colas, no se deje seducir por la multitud de reclamos publicitarios que incitan al consumo colectivo en determinados días del calendario: día del padre y la madre, día de los enamorados, día de San Dionis (Valencia), día de Sant Jordi (Catalunya), campañas de consumo navideño, reyes magos, papá Noel, todos los santos… Haga un regalo cuando le apetezca, no cuando se lo marque la publicidad. Su regalo será mejor recibido y, de paso, se escabullirá de los días-cola.

- No sé si se habrán fijado (yo acabo de hacerlo mientras redacto este informe sobre las colas) que en el 90% de ocasiones hacemos cola para pagar algo (multas, recibos, impuestos, vestidos, boletos, discos, tickets de salida de un aparcamiento…), lo cual, sin duda, aumenta proporcionalmente la sensación de pesadumbre de los que la formamos. Apenas existen colas para cobrar (salvo los premios de azar). ¿Hacer cola y encima para pagar? Inadmisible, ¿no?.

- Es evidente que las colas no obedecen a una conducta natural del ser humano. Lo vemos cuando, en una situación extrema de supervivencia, caso de un incendio en una discoteca en América Latina (por una extraña razón que no nos incumbe ahora, siempre se incendian allí) o el reparto de alimentos en una región asediada por la hambruna, no hay cristo (o mahoma) que organice a la gente en colas. Bueno, sí, después del terremoto de Haití, cientos de marines gringos acudieron al país caribeño con la misión de organizar a la gente en colas. Pero claro, arménme hasta los dientes y yo también les monto una cola en un plis plás. En la película Stalingrado se refleja bien una de estas situaciones extremas: la cola que se forma para partir en el último avión que despega hacia Alemania para evacuar soldados alemanes asediados por las tropas y, sobre todo, nieves rusas se convierte en un extraordinario ripostio cuando los altos mandos nazis se abren paso a golpes entre el tumulto de tullidos, mientras sus guardianes disuelven a tiros a los cientos de soldados rasos que tratan de tomar el avión a la fuerza.

En efecto, cuando la vida va en ello, nadie piensa en colas. Concluiremos pues que estas obedecen a la sofisticación de nuestro estilo de vida; casi nunca corresponden a la satisfacción de necesidades de subsistencia primaria (estas son resueltas con avalanchas humanas), sino de carácter secundario (que en un bar te sirvan un copa) o incluso terciario (que David Bisbal te firme un autógrafo). Hay colas de duración desproporcionada para el acontecimiento por el que se formaron: pasar seis horas en una cola para ver hora y media de otro ‘partido del siglo’; o 45 minutos en la cola de una atracción de un parque acuático para poder disfrutarla 45 segundos, o tres horas de cola para que esa señora hindú que reparte abrazos te dé uno gratis.

- Que las colas no molan se hace evidente cuando el poder saltárselas es reflejo de un estatus o privilegio especial que se le otorga al beneficiario. No me imagino a ningún monarca guardando cola para entrar en un teatro (si es necesario se reparten hostias para que pase primero) o todo el mundo tiene un amigo taquillero (si no lo tienen, búsquenlo) que alguna vez nos ha evitado una engorrosa cola para entrar en un concierto. Todavía hoy, en algunos países del Tercer Mundo los occidentales son atendidos, en señal de pleitesía y sumisión post-colonial, antes que los nativos, aunque estos hayan llegado antes. Todos tenemos la imagen cinematográfica del hundimiento de un barco y la recurrente frase a la hora de repartir las plazas limitadas de los botes salvavidas: “Las mujeres y los niños primero” (ante el hundimiento de un barco, imagino que ni la más radical de las feministas tildaría de machista esta frase).

- Uno de los síntomas de la proliferación de las colas es el hacinamiento de personas en un mismo asentamiento humano. En efecto, la formación de macro-urbes es una de las causas, a la vez que consecuencia, de que tengamos que habitar en sociedades-cola. El regreso a entornos más amables y reducidos se contempla como una opción cada vez más quimérica. Porque las ciudades son como la pescadilla (¿o pesadilla?) que se muerde la cola: la conglomeración de gentes (con el consiguiente aumento en la demanda de bienes y servicios) hacen que sean necesarias más gentes (con el consiguiente aumento en la demanda de bienes y servicios) que, a su vez, provocarán que sean necesarias más gentes (con el consiguiente aumento en la demanda de bienes y servicios). Y así sucesivamente. Mientras, los entornos rurales se ven abocados a una severa despoblación por la ausencia de recursos sociales y económicos que permitan su habitabilidad. Allí no encontrará colas, pero vaya usted y búsquese un modo de subsistencia. Suerte.

Ahora que, en estos tiempos de decadencia, estamos planteándonos nuevos sistemas socio-económicos, considero de importancia capital (me preocupa que no se estemos reflexionando más al respecto) que pensemos sobre la posibilidad de deshacernos del engorroso hábito de guardar cola. Mientras tanto, las seguiré rehuyendo siempre que pueda. Por un mundo sin colas, ¡rompan filas!
Paco Inclán

No hay comentarios:

Publicar un comentario