martes, 20 de diciembre de 2011

Psicogeografía mística del espacio comercial

POR JULIO CÉSAR ÁLVAREZ

Debord veía en el propio hecho de comprar (especialmente a crédito) una especie de ‘droga popular’. Si verdaderamente existe un lugar perfeccionado durante décadas para consumir y drogarse (no parece casual que en clínica de adicciones a estupefacientes, ‘consumir’ sirva de eufemismo a ‘drogarse’) son los denominados espacios o centros comerciales. Algún autor señala su nacimiento, con la totalidad de sus características contemporáneas, en 1950 en Seattle (Estados Unidos). De todos modos existen verdaderas diferencias conceptuales respecto a cuál de ellos incluía todos esos elementos comunes que dan forma definitiva al centro comercial tal y como hoy lo conocemos. Esta misma dificultad en fechar con exactitud su aparición añade una ausencia de ‘corporeización’ más de tipo místico o religioso, que parece continuar el de otros objetos que rozan lo sagrado como el propio dinero. La expansión de este tipo de centros resulta imparable, especialmente en la década de los sesenta, aunque sus primeras construcciones se ciñen más al norte y sur de Estados Unidos. No por casualidad, claro está, ya que en ambas zonas el clima resulta más adverso, con, por ejemplo, una elevada humedad en los Estados situados más al sur. El centro comercial moderno posee una pretensión inicial bastante definible, evitar fluctuaciones en las ventas gracias a una perfecta climatización durante todo el año. Ahora el consumidor posee un lugar que no sufre la ferocidad de los elementos. Puede intoxicarse con comodidad, olvidar el día y la noche, al modo de los viejos fumaderos de opio orientales. La realidad queda fuera, deja de existir para convertirse, mientras pueda financiarse, en lo más parecido al paraíso en la tierra. El centro comercial será pues el templo sagrado por el que desplazarse como en trance, en una ausencia de pensamiento y total presencia de acción, en la búsqueda de una salvación a través de la tarjeta de crédito. De hecho, un deambular sin intención de compra resultará siempre sospechoso, por lo que las cámaras, como todopoderosos ojos divinos, seguirán a ese posible embaucador que quiere hacerse pasar por feligrés burlando uno de los principales dogmas de fe: comprar hasta morir (vía Baudrillard).

La mayor parte de los centros comerciales se sitúan a las afueras de los principales núcleos de población. Y tal como sucedía con los monasterios, crean a su alrededor verdaderos centros de repoblación, incluso las zonas próximas se revalorizan sustancialmente, tanto terrenos como inmuebles, en un hipotético deseo de proximidad a lo sagrado. El espacio comercial no es solo un lugar de ocio extremo, es la puerta que conduce al cielo (intoxicación previa), así toda la semana no será más que una insoportable penitencia y prolongación del sufrimiento (incluida también la larga cola de vehículos que se aproximan conjuntamente al espacio comercial), mientras que el fin de semana se convertirá en el momento del placer, la consumación con lo sagrado y el éxtasis corporal. Tal como señalaba Pérez Jiménez en Síndromes Modernos (Espasa, 2002), la experiencia suele resultar ‘agridulce’, bien por no poder comprar todo lo que nos gustaría y su consiguiente frustración, o bien por gastar en demasía y ver crecer un sentimiento de culpabilidad palpable que se arrastrará hasta nuestros sueños más profundos. La perfección en este terreno resulta complejísima, inalcanzable, etérea, por lo que es necesario regresar una y otra vez hasta lograr ese extraño punto de equilibrio en el gasto que solo logran los hombres marcados por dios. Tal vez se logra, momentáneamente, cuando nos cruzamos con ese objeto o esa prenda a precio imbatible, una señal que proviene de arriba y que deberemos celebrar con toda la familia como un gran éxito que se irá poco a poco extinguiendo. Desgraciadamente, el sentido a toda una existencia alienada también se puede difuminar.

Los principales elementos dentro de estos centros comerciales no dejan lugar a demasiadas dudas respecto a su intencionalidad tóxica y mística. Escaleras mecánicas que nos elevan sin esfuerzo, luces brillantes, música celestial, un largo pasillo que parece no finalizar, hombres y mujeres jóvenes y sonrientes que colman nuestros deseos… Es, con los parques temáticos, la gran experiencia familiar contemporánea. La unidad total de individuos heterogéneos que no logró ningún otro sistema anterior. Lo que parecía imposible, la felicidad total, no era ninguna utopía. La cultura popular y especialmente el cine no podía dejar de lado una cuestión como esta. Ya en los setenta, con un crecimiento exponencial de estos no-lugares, George A. Romero lleva a la gran pantalla su concepto de apocalipsis zombi a un centro comercial. En El amanecer de los muertos vivientes (1978), los cadáveres siguen caminando por entre las tiendas de moda y los muebles de diseño. Los escasos supervivientes se atrincheran a la fuerza en uno de estos grandes almacenes y lo convierten en su espacio doméstico 24 horas, el sueño absolutista del consumidor más desaforado. Cuando el mundo fuera de esas paredes se aboca al desastre, los protagonistas viven en un ocio radical y evasivo, se prueban chaquetas, juegan a videojuegos, patinan sobre hielo, etc., todo con tal de olvidar la realidad diaria, el dolor y la muerte que está justo a la puerta, la pobreza moribunda y masiva a la que no se le permite ingresar en su espacio lúdico porque estropearían el agradable sueño comatoso de no-existir.

Otra cinta, Mallrats (1996),  más reciente en el tiempo, enfoca la anterior pretensión de habitar el centro comercial, esta vez por unos jóvenes de la Generación X desencantados e individualistas. Pasar tiempo en el ‘mal’ es lo más parecido a habitar una ingenua burbuja infantil que aísla de absolutamente todo: trabajos sin futuro, desigualdades sociales, aislamiento, familias divididas... El único lugar donde es posible respirar artificialmente, donde por fin suceden las aventuras que aparecen en las películas, donde crecer cobra sentido. Será el lugar perfecto para enamorarse, para forjar una amistad, para vivir, en definitiva, un espacio donde dar forma al individuo reciente que se siente en peligro fuera de sus muros. El último lugar habitable de una sociedad sin apenas alicientes y que sus miembros más jóvenes aceptan y confirman como tal.

El futuro parece estar sentenciado. La expansión de estos centros es a día de hoy imparable, a ello se añade un sentimiento de anhelo e inferioridad en las poblaciones que no poseen uno de estos mastodontes para el consumo. El mundo yankee, que lleva unos cuantos años de ventaja en este sentido, lo ha convertido en el templo oficial y definitivo de su religión más valiosa. La otra, la tradicional, también está implicada en todo ello. No debe obviarse que en la sociedad norteamericana existe todo un sustrato religioso calvinista que viene a confirmar que los individuos con fortuna económica han sido sonreídos por dios y están, de algún modo, acompañados de una sombra de lo divino. El resto de nosotros podemos esperar paciente esa mirada, por lo que no se hace necesario descreer de un modelo que potencialmente puede favorecernos algún día en toda su plenitud. Ya se sabe, los designios de dios y el capital son inescrutables. Uno puede ser el próximo. Por lo que consumir/drogarse viene a ser el mejor modo, por el momento, de acercarse a ese dios para el que todavía no hemos hecho una buena campaña de marketing personal. Insisto, por el momento. Hasta acceder al beneplácito divino, deberemos seguir trabajando y acumulando experiencias de compra e intoxicación que nos acerquen directamente a ese dios cercano y distante.
Julio César Álvarez
Psicólogo y escritor

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