jueves, 2 de agosto de 2012

Hachas por micros

POR WALTER BUSCARINI

Cuando, desde la ensoñación cybernética de mi escritorio de Benicalap, redactaba el proyecto radiofónico que me ha traído hasta la frontera colombo-ecuatoriana, me inquietaba pensar que, como parte del trabajo, tendría que intervenir en algunas emisoras comunitarias. Me asaltaban las dudas: cómo sería el primer día, quién sería el técnico, si me temblaría la voz, si me quedaría en blanco, si funcionaría el micrófono. Nunca se me ocurrió pensar en un hacha.


Pienso en ello ahora que, como primera experiencia radiofónica, colaboro en la tala de un eucalipto de doce metros en medio de un bosque andino. Me encuentro en Santa Rosa, una vereda de casas desperdigadas situada a unos cincuenta kilómetros de la ciudad colombiana de Pasto, en el área de la laguna de La Cocha, intersección hidráulica de la Amazonia, los Andes y el Pacífico. He llegado hasta aquí acompañando a varios miembros de la ADC, una organización que lleva más de treinta años en la capacitación y asesoramiento de comunicadores sociales en comunidades campesinas.

“Esto es un acto político de resistencia”, me dice Ricardo, responsable de comunicación en ADC, mientras arranca la corteza del eucalipto, cuyo tallo ha quedado atrapado al caer sobre una frondosa maleza boscosa. Hace varios años que la organización optó por instalar altoparlantes -altavoces sobre la copa de árboles- ante la negativa gubernamental de otorgarles la licencia de emisión de su radio Las Brisas de la Cocha. A pesar de que su proceso comunitario es notorio –o precisamente por eso- las autoridades prefieren conceder licencias a emisoras que, desarticuladas de carga crítica, ocupan su parrilla con inofensivos programas de salsa, chismorreos y felicitaciones de cumpleaños.

Hoy se organizó una minga (trabajo comunitario) en la vereda para colaborar en el relevo de la persona encargada de trasmitir comunicados desde un altoparlante. Después de diez años, Carmina dejará este cargo. El puesto será ocupado por su vecino Risaldo. El eucalipto que ahora talamos será ubicado en su terruño, desde donde seguirá emitiendo comunicados: proclamas ambientalistas, consejos sanitarios, recados, arribos a la comunidad del médico y el cartero o mensajes que los propios vecinos solicitan que sean emitidos a través del altoparlante.

Mientras tiro con fingida fuerza de una cuerda para extraer el eucalipto de la maleza, meto los pies en profundos charcos ante las risas de mis compañeros de minga, que me advierten que hubiese sido más apropiado traerme unas botas. Desconocen que soy hombre de un solo par de zapatillas (apenas habré calzado seis pares en los últimos veinte años, con las que he caminado por embajadas, barrizales, afters y acantilados). Entre el tira y afloja, me narran hazañas de otros extranjeros que les acompañaron en algún momento: el australiano que trepaba los árboles para colocar altavoces, el italiano que les colaboró en la instalación de transmisores o el belga que, además de aderezarles la página web, colaboró en el parto de una vecina.

(¿Y tú? ¿pero qué coño haces tú aquí?, me pregunta el ego. Lo ignoro).

La mañana salió lluviosa, lo cual aumenta el carácter épico de la minga. El eucalipto se resiste a salir de la enroscada broza, así que habrá que tirar con más fuerza, con más hombres y con más cuerdas. Risaldo se marcha a por refuerzos, pero reaparece con rudimentarios instrumentos, cada uno más inservible que el anterior. Su demora va in crescendo: la primera vez tarda cinco minutos en volver; la segunda, diez; la tercera, no regresará. Otro muchacho sale en su búsqueda. No volveremos a verlo. Me pregunto si la estrategia del escaqueo también la trajeron los conquistadores españoles a estas tierras. Quedamos solo cuatro en la minga, tirando de las cuerdas atadas al eucalipto, así que habrá que multiplicar esfuerzos. Jadeo, sudo como un marrano bajo mi chubasquero, que me acompaña en todo momento. La extracción del eucalipto se complica, en su caída ha quedado perfectamente encajado sobre amazónicos matorrales. En mi vida pensé que un acto de comunicación popular supusiera tirar de un árbol bajo un aguacero. Pienso en los insípidos temarios de mi facultad, en sus aulas tan alejadas de la praxis, en clases magistrales impartidas por trajeados profesores desde aquellos inodoros pulpitos universitarios. Pienso en el título de una tesis de maestría: El empleo de hachas en procesos de comunicación popular. Alguien debería abordarlo como objeto de estudio.

Por fin, Risaldo regresa con refuerzos: dos palos y otro vecino. Ahora soy yo el que, exhausto, se evade de la minga. Me doy una vuelta por los alrededores para fumar compulsivamente. El cansancio me hace delirar. Imagino qué pasaría si nunca lográramos extraer el eucalipto de la espesura donde quedó atrapado, si todo nuestro esfuerzo fuera en vano y, aún así, estuviésemos por siempre enfrascados en esta tarea. Pasaríamos allí todo el día, tendríamos que hacer noche al raso, mojados, helados. Tras varias semanas sin lograr nuestro propósito, mujeres de aldeas cercanas empezarían a traernos mantas y alimentos. Los primeros días regresarían al anochecer a sus casas, pero paulatinamente se irían quedando. Con los meses, surgirían las primeras parejas, nacerían los primeros hijos, que heredarían el trabajo de sus padres: tratar de extraer el eucalipto. Las nuevas familias construirían sus primeras viviendas de madera alrededor del árbol. Se convocarían asambleas, se organizarían turnos, comenzarían los cultivos, se elegiría el nombre de la comunidad resultante: El Eucalipto. Con el tiempo, el trabajo se convertiría en tradición: los descendientes de aquellos fundadores olvidarían el motivo prístino que les obligaba a tratar de extraer aquel árbol, pero continuarían haciéndolo en homenaje a sus ancestros. Se convertiría en fiesta de carácter popular. Miles de turistas llegarían cada año para registrar el momento en el que los lugareños imitarían a sus antepasados tirando infructuosamente de unas cuerdas amarradas al eucalipto, que permanecía inamovible desde tiempos remotos. Asarían cui, beberían hervido. Investigadores becados por universidades europeas llegarían a estudiar el origen de la tradición, encontrando semejanzas antropológicas con costumbres autóctonas de algunas islas índicas. La leyenda contaría que bajo las raíces del árbol enterraron a un valenciano que durante la fundación de la comunidad falleció mientras colaboraba torpemente en desatascar el eucalipto. Al parecer, contará la futurista mitología oral, sus manos se soltaron de la cuerda y cayó de frente, quedando su cabeza atrapada varias semanas bajo el lodazal. Nada pudieron hacer por salvarle.

II

Cuando regreso, los compañeros han logrado extraer el eucalipto. Llego para celebrarlo. Lo enganchamos a un pick-up para transportarlo a la parcela de Risaldo. Luego pasamos por casa de Carmina para derribar su altoparlante, que ella quiere reconvertir en leña. Aprovechamos para entrevistarla. Nos muestra un desordenado archivo –guardado en una caja de zapatos- donde almacena algunos de los mensajes transmitidos desde su eucalipto en la última década: consejos de remedios naturales, poemas, peticiones varias, los recados, los entierros. Decidió no propagar afectos desde que un vecino de la vereda se puso celoso al escuchar que, desde el altoparlante, su pretendida era saludada con un beso de otro vecino.
En el proceso de bajar el eucalipto de Carmina, este queda atrancado a media altura para que un voluntario lo trepe y desenganche el altavoz, que será ubicado en el nuevo altoparlante. La imagen de ese hombre suspendido en la cima de un árbol sin más protección que su destino me hace pensar en el burócrata que, desde un remoto escritorio institucional, desatiende las solicitudes de legalización de la emisora comunitaria que tanto facilitaría las labores de comunicación de esta gente. Al fin y al cabo, el esfuerzo de hoy solo supone un cambio de dial: lo que usted y yo haríamos cómodamente en nuestras casas apretando un botón o girando una ruedecita.

Cuando abandonamos la vereda, ya entrada la noche, Risaldo emite su primer comunicado desde el altavoz del eucalipto. En su mensaje inaugural, agradece a Carmina la prestación de servicios comunitarios durante los últimos diez años. Luego, el silencio. Alcemos las hachas antes de prender los micros.

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