POR JULIO CÉSAR ÁLVAREZ
Debord veía
en el propio hecho de comprar (especialmente a crédito) una especie de ‘droga
popular’. Si verdaderamente existe un lugar perfeccionado durante décadas para
consumir y drogarse (no parece casual que en clínica de adicciones a
estupefacientes, ‘consumir’ sirva de eufemismo a ‘drogarse’) son los
denominados espacios o centros comerciales. Algún autor señala su nacimiento,
con la totalidad de sus características contemporáneas, en 1950 en Seattle
(Estados Unidos). De todos modos existen verdaderas diferencias conceptuales
respecto a cuál de ellos incluía todos esos elementos comunes que dan forma
definitiva al centro comercial tal y como hoy lo conocemos. Esta misma
dificultad en fechar con exactitud su aparición añade una ausencia de
‘corporeización’ más de tipo místico o religioso, que parece continuar el de
otros objetos que rozan lo sagrado como el propio dinero. La expansión de este
tipo de centros resulta imparable, especialmente en la década de los sesenta,
aunque sus primeras construcciones se ciñen más al norte y sur de Estados
Unidos. No por casualidad, claro está, ya que en ambas zonas el clima resulta
más adverso, con, por ejemplo, una elevada humedad en los Estados situados más
al sur. El centro comercial moderno posee una pretensión inicial bastante
definible, evitar fluctuaciones en las ventas gracias a una perfecta
climatización durante todo el año. Ahora el consumidor posee un lugar que no
sufre la ferocidad de los elementos. Puede intoxicarse con comodidad, olvidar
el día y la noche, al modo de los viejos fumaderos de opio orientales. La
realidad queda fuera, deja de existir para convertirse, mientras pueda
financiarse, en lo más parecido al paraíso en la tierra. El centro comercial
será pues el templo sagrado por el que desplazarse como en trance, en una
ausencia de pensamiento y total presencia de acción, en la búsqueda de una
salvación a través de la tarjeta de crédito. De hecho, un deambular sin
intención de compra resultará siempre sospechoso, por lo que las cámaras, como
todopoderosos ojos divinos, seguirán a ese posible embaucador que quiere
hacerse pasar por feligrés burlando uno de los principales dogmas de fe:
comprar hasta morir (vía Baudrillard).